Barcelona, jo t’estim/Barcelona, yo te quiero

A todo el mundo le gusta Barcelona. Es prácticamente imposible no encontrar algo que te interese en esa ciudad a menos que seas un ermitaño total, y aún así te gusta. Simplemente es la ciudad en la que pasa todo. Tiene una vida social y cultural envidiable y todos los arquitectos, diseñadores, escritores, artistas, modernos, bohemios de la vida o simplemente vagos y maleantes (según a quién le preguntes) tiene un huequito dónde refugiarse y encontrar pares con los que echarse un gintonic, una Moritz© o un vermut (según el presupuesto).
Esta fama que le precede se puede resumir en una escena bastante común que suele ir tal que así: conoces a alguien de fuera que, cuando le dices que eres de “un pueblo in the middle of nowhere” (cuyo nombre a menudo se pierde en la conversación) de España, de repente pega un respingo, se emociona y con brillo en los ojos te dice: “estuve en España y visité Barcelona —coge aire— … ¡y me encantó! WOW, Gaudí es ¡IMPRESIONANTE!” Y normalmente la cosa ya se queda ahí porque tú, que vienes de la España profunda, de pajita en la boca y garrote en la mano, poco tienes que agregar a esta visión utópica y cosmopolita que se han hecho de la ciudad condal, porque no vas a ponerte a explicarle que eso de “España” y “Barcelona/Cataluña” pues como que no y, sobre todo, porque ya no te acuerdas mucho de la Barcelona monumental de tu viaje de fin de curso en segundo de bachiller. Tú, que te has confirmado como pseudoadulta en el Sur, en Murcia, en Alicante o, si has tenido suerte, en Valencia o en Madrid, pues poco puedes añadir, y así la conversación termina derivando en graciosas alabanzas al jamón serrano, las bravas, el vino y amén.

Pero este año todo ha cambiado. Este verano, y sin querer ser una Moderna de Pueblo cualquiera, puedo decir que por fin he conocido Barcelona. Bueno, “mi” versión de Barcelona. Y de eso quería hablaros (más o menos).

Barcelona sufre de hipervisibilidad crónica. Desde que entró por la puerta grande en las rutas turísticas que barren la Península de norte a sur, la verdad es que la ciudad se ha llevado la palma. Si bien existen monumentos paradigmáticos en la geografía española OPEN 24H (seriously, algunos día y noche —pienso en ti, mi Alhambra querida—), la ciudad de Barcelona se puede presentar ante ti como un enorme parque de atracciones por el que campan guiris de todos los tonos de gamba a la plancha imaginables[*]. Este verano, de hecho, ha habido muchísimo debate en torno a la llamada ‘turismofobia’, una palabrita que han encontrado los medios de comunicación patrios para atacar a la gente de los barrios (y de paso a los independentistas, aún no sabemos muy bien por qué) que luchan contra la adquisición especuladora de fincas y el aumento descontrolado de alquileres para facilitar el acceso de los mercados neoliberales a los ya innumerables pisos turísticos, léase principal pero no únicamente Airbnb. Y es que mucha gente ya no puede vivir en sus casas, pero los que resisten tampoco pueden ir al café ni al bar de toda la vida porque en su lugar han puesto uno de esos negocios hipster (esos que, asumámoslo, a ti y a mí nos encantan) de decoración minimalista, muebles hechos con palés y conexión güifi.

Pero existen lugares que todavía resisten.

No tiene cartel, pero una tela de terciopelo con estampado de leopardo cubre el marco de la puerta. Desde afuera, los cristales apenas te dejan ver más que algunas luces de colores que proceden de los farolillos. Este local era un puticlub hace no tanto tiempo. Ahora la gente que acude suele ser más bien punki-transmaricabollo (o del rollo), aunque aún quedan patronas de toda la vida que se acomodan en el sillón que hay al fondo a mirar absortas el móvil que tienen cargando, aprovechando el parón y la luz gratis. En el bar, la gente que llega temprano se conoce y se saluda por su nombre, con un abrazo por encima de la barra y estampándose por lo general un beso en los morros. Salen cervezas y patatas fritas a la murciana porque, no nos engañemos, allí somos todos charnegos[†]. Tras la barra se acumulan todo tipo de botellas en los estantes y se anuncia la venta de un par de calendarios que le hicieron a la Veneno (la puta octogenaria que todavía sobrevive en la calle Robadors); todo colgando de la pared de enormes azulejos blancos y negros que deben de ser de los años 60. La caja registradora, que puede que también ronde esa época, no cesa su actividad mientras los clientes se van acicalando con los pintauñas, la purpurina y las perlas que pueden coger a su antojo. El local está oscuro, lo cual contrasta con el espíritu que se va tejiendo conforme avanza la noche.

 

En la puerta, cuando sales a fumar, puedes observar mejor a parte de la fauna que le da vida al monumento y que incluye, pero no se limita, a fabulosas travestis, vendedores de cerveza-bier, abanicos y pulseras, bellísimas mujeres con barba, zombies nocturnos devorando falafels y un camello que entra y sale del mismo portal tres veces en un minuto. Huele a tabaco de liar, a doner kebab y a orines. Se habla de sexo, de género, de colectivos activistas y activistas que ya no quieren saber nada de colectivos, del precio de las drogas y del precio del pan. De vez en cuando, un coche de policía con las luces azules en alto pasa como un fantasma lúgubre al frente. Nos miramos de reojo. La noche sigue.

Volviendo adentro, las colas en el baño se han hecho interminables porque se han metido cinco personas en ese cuartillo cubierto hasta el techo de fotografías, y aún les queda un buen rato hasta que salgan sudorosos, con los ojos brillantes y las mandíbulas desencajadas. Tú no te aburres porque entretanto alguien ha decidido jugar un rato con MR, que siempre está completamente desnudo excepto por la correa con la que lo puedes sacar pasear a cuatro patas por el suelo del bar. El local es tan estrecho y está tan abarrotado que parece que puedes sentir el sudor de cada una de las personas que respira allí adentro. Antes de irte habrás hablado con todos. Para cerrar suena Rocío Jurado y todxs devenimos un poco Ocaña, deseantes de arder con el sol que esperamos ver cuando volvamos a casa. O de camino al after.

En Barcelona hay algo para todo el mundo, y lo que aquí describo es una pequeña muestra de lo que a mí me ha hecho enamorarme de la ciudad este verano. Supongo que es posible que haya gente que se escandalice. Well, whatever. Para una persona queer como yo, vivir esta experiencia ha sido sentirse como en casa (y muy duro de dejar por la vida doctoral en Austin-TX-USA —insert sad face here).

Al viajero interesado en bucear en estos paisajes quisiera darle un consejo: haced el esfuerzo de mezclaros con la gente que os los pueda mostrar; tejed redes más allá de las redes. Mantener el anonimato del local en este post es mi forma de contribuir a preservar en la medida de lo posible el espíritu y la autenticidad de esos lugares que todavía resisten.

[*] N. de la Ed: gamba: camarón (véase también “extranjero, rojo como un camarón).

[†] N. de la Ed: “charnego”: persona que ha emigrado a Cataluña.

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