De qué hablo cuando hablo de marchar

El acto de marchar parece tener una reputación más o menos cuestionable. No faltan las madres enojadas (preocupadas quizás de manera inconsciente) que gritan “¡pónganse a trabajar!” o que se molestan si saben que otra vez vas “al argüende” (vocablo muy mexicano para decir que vas al chismorreo, al pleito). La consigna de parte de madres, padres, tías, etcétera, siempre suele ser: “¿de qué va a servir marchar? ¿Cambiará algo en realidad?”. En mi experiencia (limitada) la respuesta suele ser que no; que las cosas, por lo regular, siguen igual. Una acaba de marchar y se va a tomar una cerveza o a descansar, y en esa siesta o al fondo de esa botella se olvida por lo menos de momento toda la enjundia demostrada en la calle. Los políticos siguen haciendo de las suyas. La gente se sigue muriendo por las razones equivocadas. El mundo sigue girando.

 

Pero sí hay algo que no sigue igual, y es el corazón. Ahora: se podría acudir a cientos de lugares comunes y decir que el corazón es lo que ha detenido las guerras (esto siempre y cuando no se detenga él mismo antes), o el que ha evitado que ocurran masacres, y una larga lista de etcéteras. No es ese lugar de enunciación el que pretendo asumir. El corazón no siente igual esa cerveza después de marchar: la siente mejor. El corazón tampoco es el mismo después de tomar la calle cuando por fin se llega al abrazo de la cama o del sofá, que de repente se convierte en un abrazo prolongado. Y el corazón definitivamente no mira igual al Otro después de haber compartido ese momento con tantos otros. Esto último, creo es lo más importante.

 

La llamada Women’s March del pasado 21 de enero fue replicada en un montón de ciudades a lo largo y ancho de los Estados Unidos, e incluso en algunas otras ciudades alrededor del globo. En Austin, un estimado de 50,000 personas nos reunimos a caminar la calle y a clamar por el derecho que tenemos sobre nuestros cuerpos. Ante la oscura noche que de pronto se cierne sobre nosotros con la administración de Donald Trump, esa tarde de sábado iluminó las ganas de resistir desde tantas trincheras diferentes. No faltaba mirar muy lejos para toparse con una consigna que reír, conmoverse, o de plano indignarse; tampoco faltaba mirar más allá para encontrar un brazo amigo que por unos instantes se uniese a la propia lucha. No soy fan de Benedetti, pero en momentos como este es cuando entiendo a qué se refería cuando decía que “en la calle codo a codo, somos mucho más que dos.”

 

Protestar tiene un fin catártico que a mucha gente le da por pasar por alto o simplemente por ignorar, ya que no tiene ese tipo de resultados con los que solemos medir la efectividad de un acto de resistencia; y, sin embargo, la catarsis es tan poderosa a nivel personal que puede a ratos alterar la forma en la que se está en el mundo. Marchar es, también, dejarse ir; soltar por un rato y dejarse caer presa de la emocionalidad. Es el performance de lo que muchas veces no queremos o nos atrevemos a decir.  Es sentir que la voz de verdad resuena contra el asfalto y que se une a tantas otras que, aunque juntas son una, no dejan de ser muchas.

 

Mentiría si dijera que sé la cantidad de gente que salió ese día a las calles alrededor del mundo, pero sí sé que fue mucha, de todos tamaños, formas, colores y sabores. De lo que sí puedo estar segura es de que por unos breves instantes el corazón latió fuerte y claro, y que eso ya es una ganancia importante. A casi un mes de que sucediera, Donald Trump sigue haciendo de las suyas y el panorama parece enturbiarse día a día. Volvería entonces a la pregunta inicial: ¿entonces de qué sirve? Pues de mucho. Sirvió para mirar a quien camina al lado nuestro y reconocernos en sus ojos. Para darnos cuenta de que no estamos solas en nuestros dolores. Para demostrar que la colectividad y que el quererse es en sí un acto de resistencia. Para que se note que estamos escuchando, y que este grito va para largo y no se va a callar.


En mi caso particular, mi madre jamás me dijo que me “pusiera a trabajar”  en vez de salir a marchar. En esta ocasión, hasta me acompañó. Porque al final, y como diría ella en su enorme sabiduría, la procesión va por dentro.

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