¿Qué dijimos cuando dijimos “Adiós a las armas”? Colombia y la paz de los cómodos

El 2017 vio el fin de un largo proceso de paz con la guerrilla de las FARC en Colombia y el inicio de una transición llena de requiebros del margen de la ley a la ley y sus márgenes. La guerrilla más vieja del continente es ahora un nuevo partido político. Tenemos un senado que no quiso otorgarle el derecho de representación política a las víctimas. Tenemos un Nobel de la Paz. Tuvimos una visita del Papa (durante la visita hubo DOS días sin muertos). Llegó la reapertura del diálogo con otra guerrilla; una reducción del 97% en número de soldados heridos ingresados a hospitales. Y un atroz rearme de violencia gris. Las FARC dijeron adiós a las armascuando se completó la entrega de su arsenal a una misión especializada de Naciones Unidas. Y también la repetimos en junio y julio, cuando las tropas se dirigían a los puntos de concentración en los cuales empezaría el proceso de entrega de fusiles, granadas, morteros y demás. El verano pasado fue el del fin de esas armas, es decir, de más de siete mil artefactos que ya deben estar fundidos. Este diciembre, una misión conjunta del Gobierno colombiano y las FARC destruyó cerca de cien caletas más. El 2018, si todo sale bien, verá la destrucción de las faltantes. Pero el adiós a las armas de las FARC es una frase vacía de luz. El fin del alzamiento en armas ha significado el rearme de otras fuerzas, la exacerbación de otros males: desplazamiento de población campesina, deforestación, incremento de hectáreas sembradas de coca. Y las vidas perdidas: en lo corrido de este año ha habido más de ciento veinte asesinatos de líderes campesinos que luchaban por la restitución de sus tierras, cooptadas por viejos poderes terratenientes, paramilitares y fuerzas grises. Y todo esto ante la mirada impávida y cínica del Gobierno, de los mismos señores de la guerra que dijeron adiós a las armas, y de muchos de nosotros que repetimos el coro literario.

Decir “adiós a las armas”, presumo, era parte de la etiqueta del sueño de la paz. Durante todos esos meses nos escuché, nos leí y nos vi diciendo “adiós a las armas” tantas veces, que me dio curiosidad volver a la fuente original de la frase, así que me senté a leer el libro de Ernst Hemingway. Farewell to Arms se escribió en 1929 (desde 1955 se conoce en castellano como Adiós a las armas). Un farewell es una despedida formal y nostálgica, es más que un “adiós”. Busqué más (Google), y encontré que Hemingway tomó el título del libro de un poema que el inglés George Peele había escrito para la ceremonia de retiro de un caballero llamado Henry Lee en la corte de la reina Isabel en 1590. Lee competía anualmente en las justas de la reina, y se retiró en honores porque ya era viejo. Durante la semana en la que culminó la entrega de las armas de las FARC, la prensa en habla inglesa se debatía entre traducir el “Adiós a las armas, adiós a la guerra, bienvenida la paz”, del discurso del jefe máximo de las FARC como “Goodbye, weapons” o “Farewell, weapons”. No es un adiós cualquiera. El poema de Peele le daba un hasta pronto a un guerrero que peleaba por el honor. El del autor estadounidense no es siquiera un guerrero. Déjenme contarles de qué va la novela de Hemingway, porque me parece que en el personaje resuenan algunas cosas que perturban de su uso en el contexto del fin del conflicto con las FARC.

Frederic Henry, el protagonista de la novela, es el hijo del embajador estadounidense en Italia cuando estalla la Primera Guerra Mundial. El joven decide unirse al ejército de ese país como jefe del equipo de ambulancias de un regimiento (o sea, porque hay algo de honor en pertenecer al ejército). Como tiene rango de oficial, puede salir de permiso durante el primer verano de la guerra, ir y volver del frente; cobrar cheques, vivir bien. «Hay quien no llega a darse cuenta […] Ni siquiera los campesinos creen en la guerra. Todo el mundo la odia” (67). Frederic Henry cae herido justo después de este diálogo. La escena, nada memorable: corría con una olla llena de queso para la cena y fue alcanzado por un ataque de granadas. El refugio donde él y su escuadrón de ambulancias esperaban a los verdaderos heridos de la guerra sucumbió ante el fuego enemigo. Y aunque él mismo le haga saber a sus superiores y colegas que no intentó realizar ninguna maniobra heroica, tampoco impide que le condecoren.

Henry ha cortejado a una enfermera escocesa, con quien se encuentra más tarde en el hospital de campaña donde le operan la rodilla dañada por la explosión de la granada.Henry nunca va a una trinchera.

Adiós a las armas no es una novela sobre la guerra, me dicen, es una novela sobre el amor. Justamente. Pero no cualquiera puede enamorarse y vivir un amor en medio de la guerra.

Después de ciento cincuenta páginas del idilio de amor cifrado en cómo ella vive para él (nada raro, es Hemingway), Henry es llamado al frente de combate en la Bainsizza. La ofensiva austríaca recrudece: “las palabras abstractas como el honor, la gloria, el valor y lo sacrosanto resultaban obscenas al lado de los nombres concretos de los pueblos, los números de las carreteras, los nombres de los ríos, los números de los regimientos y las fechas” (214). En la retirada hacia Udine el teniente Henry pierde las ambulancias, debe esconderse en un granero, no le tiembla la mano para ajusticiar a uno de los soldados italianos que se niega a ayudarle a sacar una ambulancia del fango. Enfrentado en el río Tagliamento a ser fusilado por las tropas italianas por haber abandonado las ambulancias y su regimiento, Henry huye. Si uno estuviera en su lugar, haría lo mismo.

Hemingway no desafía el orden de la guerra; su personaje decide escapar cuando ésta amenaza directamente su vida. Henry puede abandonar la guerra. Su adiós a las armas es su falta de compromiso (ante un absurdo, claro): “el río había arrastrado mi rabia y mis obligaciones[…] Les deseaba toda la suerte del mundo. […] Ya no era mi guerra y estaba deseando que el puñetero tren llegase a Mestre para comer y dejar de pensar. Tenía que parar” (266). Recoge a su futura esposa en un pueblecillo y rema al límite entre Italia y Suiza. Vive tranquilamente en Montreaux. Pasea con su novia, viste bien, vive en hoteles de montaña y juega billar. No lo culpamos por dejar de leer los periódicos, refugiarse en la vida cotidiana y mudarse a una ciudad más grande cuando se acerca el momento del parto, mientras los refuerzos alemanes destrozan las tropas italianas. Henry se concentra en la felicidad —esta historia me recuerda a mi clase media urbana colombiana. ¿Qué más podemos hacer? ¡Tenemos que vivir!—. La novela termina cuando mueren madre e hijo en el parto. En el libro, Henry escapa a la guerra, pero termina solo.

El tipo que dice “adiós a las armas” tiene la astucia de Indiana Jones, la ventaja monetaria de Batman y una coartada sentimental. Al igual que el personaje, la novela se aleja de la trinchera cuando la guerra recrudece. La guerra le da a Henry lo que necesita: posición, amor, aventura y un accidente que produce hilo narrativo, una historia. Por un lado, la novela relata el fin de la última gran guerra del siglo XIX, es decir, el fin de la concepción de los antiguos imperios europeos. Por otro lado, la voz que dice adiós lo hace porque nunca fue su partícipe directo. El Henry que se va a Suiza resuena en muchos de nosotros. Sólo un extranjero puede decir adiós. Lo que equivaldría a decir que el adiós de los que han empuñado las armas, o las han sufrido de verdad, es radicalmente distinto a un farewell.

De nuevo, la novela no es una historia de la guerra. Es una historia de amor. Justamente por eso. Colombia ha estado enamorada de todo lo que no es su parte fea. Es decir, donde está la gente que se mata. O la gente que no vive en las ciudades. O los que no hablan este mismo idioma pseudoliterario. A la larga, es como si nosotros sólo hubiéramos querido seguir enamorados, vivir lejos sabiendo que eso feo, esos muertos campesinos, indios, negros, iban a dejar de sumar. Esta era nuestra tranquilidad. Cuando vimos que la guerra se acababa, algunos sacamos el pañuelo desde nuestros alpes andinos del hashtag. Y usamos una frase literaria que hablaba más bien de nosotros que de esos otros. Curiosamente, este también fue el idioma que habló el jefe máximo de las FARC en su discurso de dejación de armas.

El logro de la novela de Hemingway es darle un mínimo de voz al desespero de los guerreros. Pero el limbo actual en el que viven muchas de ellas y ellos desdice todas las buenas intenciones del papel. Desempuñar un arma ha significado para muchos abrir las manos, soñar con futuros mejores en medio del olvido mezquino del centro y la matazón en las regiones. En un momento aciago como este, en el que todos los días nos encontramos con más civiles asesinados por las fuerzas grises de los terratenientes y un Estado que se niega a declarar la sistematicidad de los asesinatos de los líderes de tierras, necesitamos convertirnos en otro tipo de personaje. Si el problema es de centro y regiones, los centros urbanos colombianos necesitan presionar a la institucionalidad para que declare una emergencia —hacen falta, entre otros, proyectos de ley que protejan el estatus transitorio de los guerreros que dejaron las armas y ahora están en una suerte de limbo moral y legal—. El adiós a las armas ha significado menos muertos en combate y más muertos en las márgenes de la legalidad. Los señores de la guerra, los del Estado y los de la guerrilla, han olvidado, como Henry, a sus guerreros y a los campesinos que intentan proteger una tierra sin Estado. El rearme, la desmoralización, el abandono, el sentimiento de traición son realmente peligrosos para un país que está intentando rehacerse.

Más que repetirnos en el lenguaje, invito a contar los nombres de las vidas y las muertes. A insistir. A empujar un marco legal: es decir, a no huir. Por ejemplo, podemos ver, seguir, compartir proyectos como #cronicasdesarmadas, video y fotografía de algunas de las historias de vida de excombatientes tanto en las regiones donde las FARC tenían una alta presencia, como en los campamentos de las zonas de desarme. De pronto escuchar la voz y ver los rostros a las personas que sí se han jugado la vida, el pasado y el futuro entre las balas nos puede dar luces de lo que significa realmente dejar las armas para aquellos que sí han vivido con ellas. De pronto, podemos crear una solidaridad verdadera con una historia de la que solo hemos aceptado lo que nos conviene. De pronto, quién quita, bajamos de los Alpes andinos.

 

YO, OBRERO

«Yo estoy socolando. Socolar es tumbar el monte más bajo en la montaña para que los otros obreros le prenden candela, para sembrar después», dice Óscar, uno de los guerreros que al darle un adiós a las armas tuvo que armarse una vida nueva con las manos.

 

 

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