Descripciones del hambre

Por Camila Torres-Castro. IG @camblebod

Se te rompieron los pantalones cuando te sentaste a hacer pipí, Camila, porque tragaste tanto en el encierro aquel que fue Middlebury que engordaste muchísimo. Lo sabes, y ya lloraste por ello un par de veces. Te descargaste la app de Weight Watchers a ver si así de una te pones bien rica y te dejan de apretar los shorts y de tallársete los muslos al caminar. Quizás así la vida sea más fácil, te dijiste. No podría estar triste si tan solo estuviese flaca.

Te metiste a stalkear el Instagram de la muchacha por la que aquel gringo “te dejó”. Siguen juntos. Míralos ahí en Enchanted Rock. Hijo de la verga, pensaste. Al chile me hubieras dicho que el pedo era yo, no tú, que en realidad siempre fue que yo no era suficiente. No entiendes nada, Camila, pero en el fondo sí. Y te dan muchas ganas de llorar porque Joan Didion tenía razón, qué sorpresa.

Tenía razón. Un día te sientas a cenar y de pronto la vida ya no es la misma. Te despertaste en la cama de ese otro gringo e ignoraste el teléfono toda la mañana. Te hizo de desayunar. Le puso Valentina a los huevos, como asumiendo que porque eres mexicana le pones Valentina a todo dios. Te ofendiste un poquito quién sabe por qué, buscando pleito de a gratis. Te los acabaste a medio llorar y tuviste un ataque de ansiedad. Tu papá tiene un tumor. Uno de los malos. De los cancerosos.

Sientes que si no lo dices entonces eventualmente va a desaparecer. Irlo ignorando así, de a poco, callandito, para ver si un día de veras ya no está. Como cuando un día despertaste y pensaste, así que esto es el olvido. Así que así se siente no sentir ya nada, convertirnos en absolutos extraños. Así que así se siente que la fragilidad de todas las cosas te pegue un trancazo en la frente. Es un sentimiento nuevo, Camila. Uno que no conocías, y por más que te cuentes lo contrario a ti nunca te ha gustado el sabor de lo inexplorado. Por eso siempre te avientas al vacío sin pensarlo. Mejor echarse a la alberca de una, sin sentir el agua antes, para que una vez dentro digas, bueno, ya qué. Está hecho.

Te enojaste mucho. “I didn’t pay for this shit”, le dijiste a tu mamá. Así, en inglés, para ponerle distancia a tu propia voz. Te quejaste de la dieta horrenda que lleva tu papá, de sus neurosis que consisten en no cenar pero al día siguiente embutirse tres tortas ahogadas y cinco órdenes de tacos de cabeza. Al final un dulce, siempre. Ahí en la casa sabes dónde los tiene escondidos. La última vez que quisiste robarle uno te salieron unas cucarachas. A lo mejor ya hasta a él se le olvidó que los tiene aquí guardados, dijiste. No los tiraste a pesar de la infestación. Mordiste un chocolate. Si él no los ha tirado entonces significa que no están malos. 

Sientes que si no lo dices entonces eventualmente va a desaparecer. Irlo ignorando así, de a poco, callandito, para ver si un día de veras ya no está. Como cuando un día despertaste y pensaste, así que esto es el olvido.

Ahí en la casa hay muchas cosas guardadas que no se han tirado nunca. Juegos de mesa. Decoraciones de navidad. Directorios telefónicos. Medicinas naturistas. Botellas de licor. Papeles y recibos de rollos fotográficos. Jabones. Vestidos de cuando tu hermana era niña. Libretas sin usar. Mapas. Cestos vacíos. Cables. Cosas.

Le contaste a tu gringo favorito de aquel entonces una noche en su casa, justo después de que lo hiciste ver La región salvaje, a la que convenientemente llamó “the sex alien movie”. Se volvió una broma local entre ustedes. Era un miércoles, o algo. Te fumaste como cinco cigarros al hilo en su terraza, mientras él te observaba, Camila, y te sobaba la rodilla y te decía “I understand it all, I do, stay as long as you want”. Por supuesto, no te quedaste a dormir porque no te invitó, aunque al segundo cigarro ya estabas soñando otra vez con la luz de su cuarto. Te fumaste los cigarros restantes en el camino, sabiéndote ya enamorada, tan pendeja, y triste, creyendo que el amor era eso: que te soben la puta rodilla mientras fumas y te quejas de que quién sabe con cuál suerte vaya a correr tu papá. Equis. Él también se esfumó después de unos días, y el amor resultó no ser eso.

Y te quedaste sola otra vez, Camila. Pensando en si las relaciones que tienes con hombres en tu vida son las que realmente están infestadas de cáncer. El tumor está ahí. En tu incapacidad de tener una conversación seria con tu papá sin acabar en gritos y pelea. En bajar tus estándares a nivel del piso con tal de sentir que un tipo está interesado en ti. En hacerle promesas falsas a los que sí están interesados de verdad, y luego inventarles un rollo para que te dejen en paz. En desarrollar fijaciones enfermas con quienes te hirieron. Ahí está la verdadera patología. El resto viene por añadidura.

Volaste a Guadalajara con el corazón y la garganta rotos. En antibiótico. Tus amigos se casaron y viste a un exnovio, que te evitó casi toda la noche, te valió verga y bailaste hasta el cansancio. Y bueno, se te olvidó todo lo demás por un rato, Camila. Tu papá te dijo que por qué no te regresas a Guadalajara a escribir la tesis. Te enojaste. Te dio miedo. Llamaste a D y a B y fuiste por elotes, a Rupestre, a verle la cara a B y acordarte de lo bien que te hace sentir su presencia. El lugar seguro que es él, su eterna tristeza que es como un animal recién nacido.

Pero tu papá está bien. Joan Didion siempre ha tenido la razón. La gente busca conexiones mágicas para encontrarle sentido al sinsentido. Si alguna cosa jamás pensaste fue “¿por qué a mí?”. Estás ya tan casada con la narrativa de la derrota, Camila, que ya nada te sorprende. Hasta piensas que esto te va a convertir en la siguiente Joan Didion, escribiendo ensayos oscuros, pero sutilmente bellos, donde de repente parece que todo tiene un orden establecido y que no hay lugar para la incertidumbre.

Quién sabe. Joan Didion tenía razón.

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