Estoy leyendo un artículo de Ana Millaleo Hernández que se llama “Ser ‘nana’ en Chile: un imaginario cruzado por género e identidad étnica”. En realidad, sólo he leído el título y el resumen. Lo he hecho en diferentes ocasiones desde que tengo el libro. No he podido avanzar, entre otras razones, porque siempre me asalta el recuerdo de la Tona.
La Tona era (¿es? No sé si está viva) la “nana”, es decir, la empleada doméstica, de una amiga del colegio. La conocí a mis diez u once años. Su fisonomía la emparentaba con el Chile visible pero invisible: con la población indígena. Digo visible porque su color de piel oscura, su nariz chata, baja estatura, ojos pequeños casi negros enmarcados por arrugas como surcos o caminos en la piel le diferenciaban de los cuerpos de sus patrones. Si pienso en mi amiga y su familia posando para una foto junto a la Tona es evidente el contraste “racial”. Pero también he dicho que ella venía del Chile invisible porque, a pesar de la evidencia que constituían sus características físicas, nunca supe si ella se identificaba con alguna cultura o familia indígena. De eso no se hablaba entonces.
La Tona no debe haber sido de la ciudad de Viña del Mar donde estábamos. Era nana “puertas adentro”, como se les llama en Chile a las mujeres que habitan las casas donde trabajan. No sé cuántos años habrá llevado viviendo con la familia de mi amiga para el tiempo que recuerdo, 1992 o 1993, pero de seguro más de diez, pues mi amiga era su nena, su bebé. Dicho de otro modo, ella había dejado atrás su lugar de origen, quizás en el campo, quizás en el sur, al menos hace una década.
En la casa de mi amiga, la Tona dormía en un cuarto pequeño al que se llegaba sólo por la cocina. Lo que ahora me hace pensar en su habitación como el camarín de teatro con entrada por callejón sin salida. Cuando no estaba cortando verduras o planchando camisas, con mi amiga íbamos a ese rincón de la casa, su rincón, a buscarla para que nos preparara la once[*]. Ahí la encontrábamos con la tele encendida recostada en su cama, viajando, imagino, por sus recuerdos o anulándolos con la dramática historia de la novela.
Mujeres como la Tona, nanas eternas de ignorado pasado, había en otras casas que yo frecuentaba cuando niña. Pero ella es la que más recuerdo. Primero por su simpatía: incluso cuando no quería ni vernos le ganaba la risa a su mal genio. Pero, quizá, qué pensaba cuando nos veía entrar en su cuarto. ¿Lo habrá sentido como una invasión a su único espacio privado? ¿Nos habrá despreciado profundamente por estar a nuestro servicio, por la injusticia social, por la desfachatez con que la requeríamos sin pensar un segundo en su persona? ¿O habrá estado tan metida en el papel de nana –o tal vez en paz con su vida– que sólo le molestaba que le interrumpiéramos su telenovela? No lo sé. Es probable que nunca más vuelva a ver a la Tona. Es probable que aunque la viera no le preguntaría estas cosas, porque qué derecho tengo yo a revolverle la memoria, a cuestionar sus decisiones o a ignorar sus ataduras. Hay, sin embargo, un detalle que siempre me ha inquietado y que pensándolo bien sí le consultaría. Le diría: «Tona, ¿por qué llevó siempre su cabello tan largo?»
Su lacio pelo grueso, pesado, abundante, de un café casi negro le llegaba hasta la cintura, algo no usual por esos años en la ciudad, entre mujeres de todas las clases sociales ya adultas, ya vividas, ya sufridas. Algo había en su reticencia a cortarlo que le daba carácter. Ahora lo interpreto como un gesto de autonomía, como un símbolo de dignidad, un territorio propio: un hogar. En su pelo no entraban las ordenes de la familia patronal. Ella lo manipulaba a su gusto: se lo trenzaba para hacer sus labores en vez de tomarlo de cualquier manera y en su habitación lo llevaba suelto. Ahí es dónde lo debe haber peinado, cuidado, acariciado.
Después de mucho tiempo de no visitar esa casa, en el año 2008 o 2009 volví, y vi a la Tona una vez más. Fue para el compromiso de matrimonio de mi amiga. Ahí estaba ella con su pelo largo, trenzado, canoso, con el mismo paisaje doméstico dibujado a sus espaldas. La saludé y en mi garganta se anudaron palabras sin orden; las ganas de cruzar lo que yo sentí un invisible abismo. La Tona me habló como siempre, cortés y risueña. Probablemente, yo para ella no suscitaba ningún misterio, ningún interés.
[*] N. de la Ed: Tomar el té o la merienda.