Yuri Herrera presenta en Austin su nueva novela sobre Benito Juárez
Eliezer Márquez-Ramos
The University of Texas at Austin
Estuve en la Ciudad de México por primera vez en abril del 2019, cuando el mundo aún no había sido puesto patas arriba con un virus intempestivo. En esa visita, vi la ventana en donde falleció Benito Juárez y el monumento neoclásico cerca del Palacio de Bellas Artes. A la vuelta, encendido por todo lo increíble que sucede en el corazón cuando uno visita México por primera vez, volví a leer el ensayo de Octavio Paz: El laberinto de la soledad. Fue entonces cuando advertí algo que no conocía bien hasta la fecha y que en la impaciencia de la primera vez ni pude ver: que Lincoln y Juárez (a quien Paz iguala con Cuauhtémoc) estuvieron en el poder en sus tumultuosos países al mismo tiempo.
Fue un verdadero estupor para mí caer en la cuenta de que ambos, como mitos de cada nación, fueron vecinos en la vida y sus destinos. Los grandes literatos latinoamericanos llevan rato divirtiéndose con estos racimos de especulación que la historia continental tolera. Jorge Luis Borges, en Historia universal de la infamia, aludió al “tamaño mitológico de Abraham Lincoln”. El mismo tamaño que ocupa uno en los Estados Unidos es el que ocupa el otro dentro de las máscaras mexicanas. Y es dentro de esta mitología en donde Yuri Herrera (1970) escribe su última novela, La estación del pantano (Periférica, 2022). El escritor y profesor estuvo en la Universidad de Texas en Austin el viernes, 19 de septiembre de 2025. La ocasión estuvo presentada y moderada por la Dra. Adela Pineda Franco en la sala del segundo piso de la Benson y fue una ocasión feliz respaldada por el Spanish Creative Writing Initiative.
De un mexicano escuché esa tarde a la salida, además, que el título de la novela describe lo que él mismo ha sentido siempre respecto a lo gigantesco que Juárez representa en su historia: un lugar pantanoso, con luces y sombras. Esto me recordó a otra parte del ensayo de Octavio Paz: “Un mexicano es un problema siempre, para otro mexicano y para sí mismo.” También me recordó una parte de la difícil pero inolvidable, Los hermanos Karamázov, en donde se decía: “Muchos son los enigmas que oprimen a las personas en la tierra. Resuélvelos si puedes hacerlo con tus pies secos”. Lo que dijo a la salida este interlocutor me hizo recordar que siempre vi aquí un pantano. Es más, siempre vi a Dostoievski (no a su personaje) diciendo esto con sus dos pies atascados en un lugar turbio, de sí mismo y de todo el que atenta algo literario. No te puedes meter adentro sin que el asunto te impregne y se vuelva un problema tuyo; eso es casi todo lo que me enseñó la novela rusa.
Herrera declaró que dentro de su novela recicla su propia experiencia con New Orleans, en donde lleva viviendo más de diez años con su familia, para deshilar ese enigma que representa para él como inmigrante ese sur bañado por el Mississippi. Y arranca de una ausencia documental: el propio personaje, el histórico, apenas dice algo de su larga estancia allí. De hecho, el título de la novela tiene un referente explícitamente cervantino: la Barataria de Sancho Panza, lo que trae el tema de los no pocos lugares del continente americano bautizados con nombres utópicos de novelas de caballería, como es el caso de California.
Lo primero que leí del autor fue Señales que precederán el fin del mundo (2009) título que me tocó la curiosidad por su contundente referencia a los evangelios cristianos. Recuerdo que la técnica de su narrativa me absorbió; una prosa vertiginosa que a ratos recordaba a una pesadilla de Roberto Bolaño y a ratos la prosa exuberante de Fernando del Paso. En efecto, la novela jugaba con los simbolismos cristianos tanto como con los precolombinos, en un suculento berenjenal, a veces tan fantasmagórico y en pedazos, como el pueblo de Juan Rulfo.
Rulfo, siempre que se habla de cualquier buen autor que sea nuevo y sea mexicano, hay que ir inevitablemente a Rulfo. Yuri Herrera comenzó su charla mencionándolo. Como en el caso de los argentinos, que toda nueva literatura órbita alrededor de Borges, en la literatura mexicana todo lo que se escriba tiene que ver, a favor o en contra, con Rulfo. En el caso de la literatura, dijo Yuri: Rulfo es una estatua en el medio de un círculo. Cónsono con la misma imagen, Benito Juárez es también una estatua maciza, sólida, permanente en la historia de México. “Es un rostro de piedra en el tiempo” dijo Herrera.
La nueva novela de Herrera es un acercamiento a esta estatua colosal. En particular, a un momento poco conocido de la biografía de aquel remoto Benito: los casi dieciocho meses que vivió en New Orleans cuando huía de la inquina de Santa Anna. La clave de esta aventura imaginativa sobre el prócer mexicano se remite a lo que, en sus búsquedas, le dijo una persona sobre el rumor oral de que Benito hubiera vivido en una casa que el autor fue a ver por sí mismo:
“No lo sé, pero creo que es plausible”.
Es, sobre esta plausibilidad, que la novela de Herrera imagina a un Benito lejos de la estatua, a quien el hechizo (o los hechizos) de New Orleans transforman en otro, con sus músicas, sus peleas y su ajenjo que no mata. Hay algo especial que la novela evita: el nombre con B mayúscula. La B sucede así, ausente, dijo Herrera, para evitar el imán de la estatua en el centro. Con esta técnica Herrera quiso evitar ese peso del nombre que todos conocen.
En el inicio de la novela ya se plantea, como en la novela de Kafka América, ese lado mitológico de los Estados Unidos. La llegada de Benito a un lugar desconocido hace pensar en las primeras preguntas del hijo que vuelve a Comala. Esto de un hotel que puede llamarse Chicago, Cleveland, Cincinnati — algo de un estado o una ciudad con la letra C — parece un guiño a Rulfo y su viaje a la otra C a la que llegó por una promesa a su madre. Es más curioso aún para mí el simbolismo, ya que yo viví en Cincinnati durante dos años, y sé que es la ciudad que tiene la carga masónica mayor, tal vez, en todo Estados Unidos. Su nombre viene de la orden a la que perteneció el padre fundador de los Estados Unidos, quien era un miembro honorario. Hay que tener en cuenta que Cincinnati, distinto de la de hoy, para esta fecha estaba en su mayor esplendor y apogeo. De allí salían los buques de rueda que llegaban hasta el Caribe de El amor en los tiempos del cólera (novela en donde también la ciudad gringa se menciona), por lo que no es nada casual que aparezca en las primeras páginas. El nombre funciona doblemente porque es evocador en sí mismo y solidifica la misma época de entonces. Es en el Hotel Cincinnati donde Benito inicia sus primeros pasos en una ciudad con habitaciones que hacen desaparecer las cosas y que, en paralelo, le revivirán los recuerdos de su Oaxaca tintineante personal. En esta parte, en cuanto a un viaje progresivo entre ese Hotel Cincinnati que al parecer no es el Verdadero Hotel Cincinnati, se parece a su novela Señales…, pues en aquella Makina sortea estadios de hostilidad y estrambóticos asedios de muchos desconocidos solares.
La cita es apócrifamente atribuida al dramaturgo Tennessee Williams (1911 – 1983) pero la idea se ha sostenido desde entonces a su nombre, y me parece pertinente traerla aquí por su hilarante síntesis: “America has only three cities: New York, San Francisco, and New Orleans. Everywhere else is Cleveland.” Es decir, que la novela de Herrera ocurre en una de las únicas tres localidades que pueden entenderse como unidades con su propia rareza y originalidad milagrosas. Si había una ciudad donde se pudiera novelar una parte de la biografía de un personaje mítico, era en ese recodo en donde franceses y españoles hicieron lo que les dio la gana antes de desaparecer.
Es allí donde espiritualidad y seducción, ligadas a la historia del atroz pasado esclavista de los Estados Unidos, siguen siendo un empecinamiento que florece hasta en los platos de gumbo. Hoy, entre los ghost tours y los salpafueras de febrero y su cocina picante, la ciudad es un testimonio de ese pasado cruel que aún reverbera en su música y sus ceremonias. Lo que nos lleva a otro nombre: Edouard Glissant (1928 – 2011) quien en su extraordinario trabajo Poetics of Relations, proponía considerar las ruinas de ese tiempo (el de las plantaciones) como “evidencia incierta”; archivos frágiles, borrados, ambiguos e incompletos. Desde ahí, como un esfuerzo de la pasión de la misma memoria, puede la literatura emerger como un recurso para ir hacia la raíz de las relaciones y para imaginarlas. Para Glissant, el jazz, por ejemplo, que es tan característico de su cuna, New Orleans, nace del silencio y del hecho de que “every cry was an event”(73). Cada grito/llanto fue un evento. Aquí vemos un Juárez antes de ser un mito en un lugar que le suscita familiaridad y perplejidad, atravesado, si se quiere, con todo este universo de las plantaciones y las expresiones africanas que allí sobrevivían.
Al final se abrió la oportunidad para que Herrera respondiera preguntas. Le pregunté si había consultado algo de la literatura previa, también basada en personajes gigantescos de la historia latinoamericana como El general en su laberinto, de García Márquez, donde no se evita el nombre de Simón Bolívar. Su respuesta fue que no, pero que sí tuvo cerca como uno de sus referentes Habladles de batallas, de reyes y elefantes de Mathias Enard (2011), galardonada en el 2022 con el Premio Mediterráneo Albert Camus.
Eliezer Márquez-Ramos es estudiante de doctorado en la University of Texas at Austin y es estudioso de la obra de Gabriel García Márquez. Trabaja la crítica genética literaria y el archivo. Sus intereses son la poesía y la narratología. Obtuvo en el 2025 la FLAS Fellowship.
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