Los elementos disruptivos que emergen en la vida diaria de un estudiante de doctorado son tan numerosos como inverosímiles. A veces cobran forma humana, algunas se quedan en su más preciada forma animal y, otras, permanecen en su forma original: una pared vacía, un hilo que cuelga de una manta, una cocina sin limpiar o un teléfono que vibra incesablemente. Del ocio a la obligación hay durante este proceso una línea tan leve que solo la culpabilidad y los deadlines son capaces de resolver, ¿y si el bouldering se hubiera inventado para eso?
Me gusta pensar en el bouldering como una forma de lanzarse al “vacío” semejante a la manera en la que uno salta de un acantilado o de un edificio en los sueños para luego aterrizar suavemente en el suelo. El bouldering, o lo que en español se conoce también como búlder o escalada en bloque, consiste en escalar pequeños bloques rocosos o paredes artificiales sin la ayuda de cuerdas ni arneses. Para amortiguar una posible caída se usan colchonetas y normalmente no se sube (o no se recomienda subir) por encima de los 5 ó 6 metros. El boulder tiene su origen a finales del siglo XX y combina la fuerza física junto con la técnica y esa tan humana capacidad de resolver problemas. Los rocódromos, muros de escalada o paredes artificiales han proliferado en los últimos años y cualquiera, aficionado o no a la escalada, puede trepar por esos mundos y cruzar la delgada línea hacia el lado del ocio. El bouldering requiere una capacidad de concentración total; pensemos que cuando uno se desvía del texto acaba descubriendo un mundo de referencias bibliográficas en el que hasta Kant perdería las nociones del espacio y del tiempo. Si, en cambio, en el proceso de completar la ruta o problema nos desviamos hacia el mundo bibliográfico, la próxima vez que prestemos atención será para comprobar la nueva herida por la que nos van a preguntar mañana. ¿El bouldering será acaso la nueva forma en la que uno ha de acercarse al texto?