A la atleta sudafricana Caster Semenya el Tribunal Arbitral del Deporte (TAS) le va a obligar a medicarse para bajar sus niveles de testosterona. Aunque en su decisión reconocen que las medidas de la Federación Internacional de Atletismo (IAAF) “son “discriminatorias”, consideran que son “necesarias, razonables y proporcionadas” para preservar la integridad del atletismo femenino.
Los periódicos que se han hecho eco de la noticia han reaccionado de diversas maneras. Mientras que algunas fuentes, como la CNN, ponen el énfasis en que la “hiperandroginia” es una “condición médica” (una enfermedad), hay otras, como el diario El País, que llevan a cabo una lectura bastante más matizada del asunto, hasta el punto de poner en cursiva la palabra “niveles normales de testosterona”. Lo interesante, no obstante, es que este caso ha llegado a un público muy amplio capaz de generar un debate a nivel global.
La línea que divide a la opinión es si se trata o no de una discriminación justa hacer que la atleta sudafricana se medique, como dicen por ahí, para “competir peor”. La otra línea que no se subraya tanto, pero que es igual de importante, es que las todas las atletas discriminadas por las reglas de la IAAF son africanas, como ha denunciado la Asamblea de la ONU. Resulta que ahora para ser mujer no sólo tienes que tener la testosterona por debajo de 5 nanomoles por litro de sangre, sino que además tienes que ser blanca (a ser posible, de Lausanne —Suiza, rubia, alta, delgada y tener un velero para irte a navegar por el lago Leman).
Y, sin embargo, yo opino que deberíamos ver el caso de Caster Semenya no sólo como una injusticia, sino también como una oportunidad: la ficción del sexo nunca se expuso en público con tanta claridad. Convencer a la sociedad de que el género es una construcción cultural, si bien ha tomado tiempo, es algo que ha calado con relativa facilidad[1]: cada vez más gente se cuestiona si realmente el rosa o las muñecas para las niñas, y el azul y el balón para los niños. La decisión del caso de Caster Semenya demuestra lo que muchxs llevan tiempo afirmando (aunque otros/as muchos/as no quisieran escuchar, conservando el bastión sagrado de lo “natural”): que no era sólo el género, sino también el sexo, lo socialmente construido.
Quizás esto en el futuro tenga repercusiones. Quizás dentro de sesenta años ya no habrá deporte femenino, ni masculino, ni trans-hombre o trans-mujer. Quizás podamos olvidarnos de los dopajes y de los castigos ejemplarizantes que acarrean. Quizás veamos, entonces, categorías de deporte nuevas basadas en la cantidad presente de hormonas; deportes, al fin, no segregados a partir de un binomio que sin duda ya lleva tiempo quedándose corto. Quizás podamos realmente disfrutar de verdaderos espectáculos de los cuerpos en toda su grandeza, potencial y diversidad.
Porque al final, ¿a quién le importa preservar esa supuesta integridad del deporte femenino? Que alguien tenga pene o tenga vagina, que tenga más o menos nanomoles[2] de testosterona o de estrógenos no es indicador de absolutamente nada más que de que esa persona es un ser humano. Algo que, demasiado a menudo, se nos olvida.
[1] Entre aquellos que no son de algún partido de derechas, o evangelistas, o del Opus, o…
[2] Un título alternativo de este artículo fue: “Me tienes hasta los nanomoles”