Mi primer encuentro con un arma de fuego fue a los cuatro o cinco años. Desde la cocina observé cómo mi abuela sacaba aquel viejo revólver de un ropero que escondía mil y un secretos. Parando oreja escuché como este le había pertenecido a mi bisabuelo. La matriarca había guardado el arma por más de 50 años y hasta ese momento se le había ocurrido mostrársela a mi tío y a mi papá. No verbalizó lo siguiente pero por medio de sus susurros comprendí que era un juguete de hombres; un falo que por ley mexicana no debía de ser expuesto.
Quince años después desperté de una pesadilla relacionada con las armas. Las calles que años atrás desprendían olores que variaban de rosalitos a frituras habían sido penetradas por un olor amargo; a pueblo muerto. Ni los perros salían a tomar el sol. Mi papá y yo caminábamos por el centro y de un momento a otro sentimos que nos seguía una mirada pesada. Era un joven; un rostro desconocido que no registrábamos en nuestras memorias de la ciudad. Apuramos el paso pero en la nuca sentí la sugestión de aquella arma. Cruzamos el puente. Estábamos a salvo. Abrí los ojos. Comprendí que esto era una realidad y prometí nunca jugar con fuego.
La violencia no se combate con violencia. Le repito estas palabras a un amigo que trata de convencerme de comprar una pistola. Cree que paso mucho tiempo en la calle y que algún día puedo ser víctima de una tragedia. Me dice que tan solo cuestan 150 dólares. Le digo que prefiero gastar ese dinero en comida. Por dentro pienso que quizás debería de invertir esa cantidad en libros para niños de la frontera. Concuerdo con Calle 13 y creo que si los libros costaran lo que cuestan las balas ya tendríamos un mundo diferente. Un mundo de gente con conciencia y sin rencores. Un mundo sin miedo, sin ejecutados, sin desaparecidos, y sin masacres. Un mundo sin dolor.
Image by Lisk Feng. Image first appeared in the New York Times. To see more of Feng’s work, please visit: http://liskfeng.com/