Este año se cumplen cien años del nacimiento de Julio Cortázar, y treinta desde su muerte en 1984. Para cualquier compositor, intérprete o melómano, no deja de llamar la atención el hecho que la música ocupa un lugar fundamental en sus cuentos, novelas, y en tantas entrevistas que dio a lo largo de los años. Cuentos como “El Perseguidor”, constantes referencias de sus personajes principales a compositores de la vanguardia de la primera parte del siglo XX, su afición por la trompeta, y su constante predilección por el jazz son algunos de los detalles que definen su pasión por la música en muchos de sus escritos. Gran cantidad de sus personajes, cultos y versados en artes, tenían nociones acabadas de las tendencias musicales de la composición de la primera mitad del siglo XX. Un gran escritor latinoamericano señaló hace muchos años que había escritores-pintores y escritores-músicos de acuerdo a la predilección por una de estas dos expresiones en sus relatos. Sin lugar a dudas Cortázar fue de los segundos, y gran parte de su característica genialidad puede encontrarse en estos pasajes.
Cortázar tocaba la realidad a veces en forma directa y en otras de manera tangencial, con ironía y genialidad al mismo tiempo. Quizás uno de los episodios de mayor genialidad por su realismo y a la vez patetismo y tendencia al absurdo, es el relato del concierto de la pianista Berthe Trépat en el capítulo veintitrés de Rayuela. Oliveira, el personaje principal, asiste a un concierto de piano en el cual la pianista Berthe Trépat, medalla de oro, estrena una obra en primera audición (o en “estreno mundial” como se define en muchos países), una obra en primera audición civil, y una composición suya. Cortázar describe con especificidad la narración musical de las obras, entregando detalles de lo que va ocurriendo en la interpretación de la pianista. Simultáneamente, somos testigos de cómo el escaso público presente va abandonando en forma gradual la sala en la medida de que la pianista avanza con sus avezadas obras. Al final, sólo queda Oliveira, quien en primera fila, y solo en el salón, aplaude a Berthe Trépat luego de su concierto. Realidad, descripción patética, o crítica pueden ser vistas en este episodio que bien podría estar situado en los años sesenta o setenta en Paris, o en salas latinoamericanas de los años ochenta o noventa, donde la interpretación de música contemporánea de tendencia europea y latinoamericana cobró una especial frecuencia.
Este episodio siempre ha tendido a generar preguntas. Por un lado muestra la dificultad de enfrentar a las audiencias con obras de estreno, música contemporánea y la incierta asistencia y reacción del público. En este sentido, a diferencia de un concierto solista, los festivales de música contemporánea siempre han constituido un ambiente más seguro y fraterno en el que un intérprete nunca estará solo frente al público, sino que se encontrará protegido por semejantes. El hecho de que un escritor como Cortázar integre este episodio en una de sus obras fundamentales no deja de llamar la atención, debido a que este eterno problema de realidad musical sale de sus cómodos límites para ser retratado en literatura.
Por otro lado, deja de manifiesto la soberbia o el deseo de adornar (y en ocasiones en exceso) la idea de “obras en primera audición”, o estrenos mundiales. Lo cierto es que la obra musical en gran medida sobrevive o encuentra su lugar una vez que es interpretada más de una vez, o si intérprete o ensambles logran integrarla a su repertorio. La frase donde se describe el pensamiento de Oliveira, “la pobre Trépat había estado tratando de presentar obras en primera audición, lo que siempre era un mérito” [1], no deja de tener ironía y lástima, o bien, vislumbra cierto nivel de heroísmo de parte de la pianista.
Finalmente, el rol triste y la pérdida de noción de la realidad de Berthe Trépat, quien afirma una y otra vez la asistencia de unas supuestas doscientas personas a su concierto, describe y muestra (quizás de forma tangencial) el ensimismamiento de muchos intérpretes y compositores en circuitos musicales, junto a la tranquilidad, y a veces pasividad, de la academia. Negación o conformismo, aunque este episodio puede ser ficción, no deja de tener conexiones con la realidad. En los años setenta y ochenta, la música clásica solía tener una mayor presencia social en medios y en literatura. Paulatinamente quedó relegada a un segundo plano, donde manifestaciones más relacionadas con la música popular lograron formar parte de las generaciones de escritores más jóvenes. Da la impresión que de alguna forma este episodio nos hace pensar cómo el énfasis de expresión y experimentación de los compositores de la primera mitad del siglo XX y su posición estética en forma explícita, han dado lugar a un academicismo en el cual compositores e intérpretes nos hemos quedado refugiados en nuestros conservatorios, esperando que la magia aumente las audiencias y que provoque que la gente vuelva a escuchar la música clásica. El síndrome de Berthe Trépat nos persigue y nos atemoriza, corriendo el peligro de privilegiar una forma de hacer repertorios más cercanos a un museo que a una forma de conectar al compositor de hoy con el público. No es casualidad que Cortázar haya elegido una pianista como protagonista del concierto; la elección de un instrumento que se caracteriza por programas que incluyen compositores como Chopin, Liszt, o Beethoven, provoca más contradicción debido a la inclusión de obras en “primera audición”. O en palabras del mismo Cortázar, un instrumento que se caracteriza por tener un “mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego”.[2]
Cortázar en un simple capítulo recrea los miedos, la ironía, y la incertidumbre de la música contemporánea y los intérpretes en los años sesenta. ¿Episodio absurdo, como señalaba Vargas Llosa en el prólogo a los “Cuentos completos” de Cortázar?[3] Si es así, no deja de ser tentador pensar en qué manera Cortázar habría aplicado esa ironía con el fin de identificar las limitaciones y los miedos de la música clásica hoy en día. En búsqueda de la sobrevivencia, los repertorios tienden a ser temerosos, de audición fácil, y con énfasis en el espectáculo. Para muchos hemos perdido la efervescencia de esos años, con discusiones estéticas, e interpretaciones militantes, desde el punto de vista estético, como las de Gleen Gould, y otros. Si para Cortázar los compromisos eran éticos, no deja de ser una interrogante la forma en como los músicos enfrentan el problema de su rol en una sociedad donde paulatinamente la música clásica queda arrinconada, sin que los principales protagonistas cuestionen sus hábitos, tradiciones y costumbres. Siempre he pensado que este capítulo puede enseñar a muchos. ¿Ironía, crítica, ensimismamiento, descripción heroica de nuestro rol como músicos? Todas y cada una por sí sola.
[1] Julio Cortázar, Rayuela, (Madrid: Alfaguara, 1994).
[2] Julio Cortázar, Rayuela, (Madrid: Alfaguara, 1994).
[3] Julio Cortázar, Cuentos Completos I, (Madrid: Alfaguara, 1994).