(Originally published on almarporliante.wordpress.com as part of a seminar on Los nuevos medios en la cultura latinoamericana I took with professor Craig Epplin at Portland State University. This is a revised version).
Louie nos llamó por teléfono a la oficina que compartíamos Isabelle y yo a eso de las 12.30, antes de comer, y nos dijo: “¿Os vendría bien que hagamos hoy la visita a los stacks?”
Yo llevaba casi una semana esperando esta llamada. Nos lo había comentado aquel día, cuando estábamos haciendo unos escáners en la sala de Derecho Internacional -trabajo rutinario el nuestro, consistía en digitalizar los documentos para hacer el acceso más fácil a los funcionarios de la ONU: traductores, editores, proofreaders, etc-. Louie se nos acercó y anunció que un día nos tenía que enseñar el archivo, al que sólo los bibliotecarios tenían acceso, pero que con nosotras haría la excepción. Como es lógico, aceptamos. Sólo íbamos a estar en la sede de la ONU un par de meses puesto habíamos ido a pasar el verano trabajando como becarias allí, en la sede de Ginebra. Habíamos sido las elegidas, y claro, todo lo que pudiéramos ver, pues mejor. Recuerdo que cuando Louie nos dijo que nos mostraría el archivo pensé para mis adentros: “¡Ahora sí que soy la persona más afortunada del mundo!”.
Nos separamos de las pantallas que nos quemaban los ojos de pasar horas y horas leyendo y repasando los tediosos pies de página a letra minúscula, recogimos las cosas de nuestros sendos escritorios y salimos de allí. Yo iba casi a trote. Nos dirigimos al ascensor, llegamos al puente que conectaba nuestro edificio de oficinas anexo al Palais de Nations. Bajamos las escaleras de mármol hasta llegar a la sala principal de la biblioteca, y allí estaba Louie, esperándonos. Louie era un francés un poco barrigudo (o regordete), algo amanerado, con un gran sentido del humor y todo un sabueso para los libros: si había algún tomo que no pudieras encontrar, sólo había que preguntarle a él. En realidad, todos eran unos bibliotecarios de lujo, pero Louie era el más simpático, y el más joven.
Mientras bajábamos unas escaleras estrechas y mal iluminadas, Louie nos contó que la Biblioteca de la ONU en Ginebra es la segunda biblioteca pública (lo de pública lo repitió como cinco veces) más grande del mundo, después de la Library of Congress americana. Nos contó que los depósitos de la biblioteca se hundían hasta las profundidades de la tierra, hasta siete pisos bajo el suelo. Y nos contó que, poniendo todos los libros de la biblioteca uno junto a otro -por el lado del lomo- se cubría la distancia de Ginebra a Laussane. Casi 70 kilómetros de libros. Qué maravilla.
Nos contó muchas más cosas, desde cómo se guardaban todos y cada uno de los ejemplares de las colecciones (“Que, por cierto, si no están desde el primer número hasta el último publicado, no vale para nada”, decía Louie), todos en sus cajas, convenientemente numerados, ordenados y clasificados. Nos contó que, una vez, antes de que él entrara a trabajar allí, habían tenido un problema enorme porque se les había inundado una zona, por culpa de una tubería de la calefacción estropeada. A causa de ello los bibliotecarios tuvieron que embarcarse en una tarea de chinos, de reconstrucción de los textos, para salvarlos. Desde entonces, habían comprado unas cajas nuevas, eran unas cajas mágicas (o al menos a mí me lo parecieron): ignífugas, acuífugas, antimoho y antihumedad. “Los cuatro peores enemigos del papel”, nos decía Louie.
Pero había otros muchos enemigos allí, algunos que uno ni siquiera podría imaginarse. Durante la época de la Liga de las Naciones, nos contó, se traía un papel que, combinado con la tinta que utilizaban en aquel entonces los diplomáticos, había tenido una reacción química con el tiempo. La tinta se borraba. Y los bibliotecarios, los guardianes del papel, de nuevo acometieron la tarea de poner a salvo los documentos. (Vaya genios, éstos sí que son héroes). Estas tareas y otras de vigilancia aún se estaban llevando a cabo, pues ya se pueden imaginar, 70 km de libros son muchos kilómetros. Y cada día podía aparecer una nueva amenaza…
Louie nos contó muchísimas más cosas aquel día, en las entrañas de la tierra, en el territorio del papel (¡quién lo iba a decir!). Entre cosas que me llamaron la atención, aparte de lo mencionado, puedo decir que me produjo una gran satisfacción tener en mis manos una versión original del número 1 del New York Times.
O conocer que, en los años 90, uno de los bibliotecarios (sin duda enfermado de archive fever) se había puesto a etiquetar no ya los libros, sino todos aquellos utensilios que otros bibliotecarios habían dejado de usar hacía tiempo, como unas tanquetas de petróleo con las que encendían sus estufitas, y que formaban parte del sueldo cuando aún no habían instalado la calefacción en el Palais de Nations.
A las dos semanas de la visita a los stacks me marché de Ginebra, un poco más pobre económicamente (la ONU no paga a sus becarios, gran vergüenza), pero sin duda también más rica en conocimientos. Experiencias como ésta sólo se viven una vez en la vida.
En definitiva, ¿a qué viene esta perorata? Pues a que estoy de acuerdo en que la digitalización abre unas puertas que no hemos de rechazar cruzar (que ya hemos cruzado, de hecho), y que pasar al otro lado no nos va a dejar indiferentes. Pero también pienso que, como afirma Geoffrey Nunberg en «The Places of Books in the Age of Electronic Reproduction,» los libros en su formato de papel, físico y palpable, están todavía lejos de desaparecer. Sobre todo, con unos guardianes como Louie y compañía.