Hace varios años saliendo del palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, me encontré de frente con Marie-José Tramini, viuda de Octavio Paz. Nunca la había visto en persona y me causó un ligero sentimiento amargo, especialmente porque soy admiradora de la obra y el pensamiento de Elena Garro, la primera esposa del famoso escritor, poeta, pensador, filósofo, activista y crítico. Aunque ya mayor, se veía bien, muy elegante y rodeada de hombres, como una estrella de cine francés. No pude evitar recordar la multitud de fotografías que a lo largo de mi vida he visto de la famosa pareja que desde su matrimonio, aparecían en periódicos y revistas. También me vino a la mente otra imagen, la de Elena Garro retratada en su casa de Cuernavaca llena de gatos, retirada del escenario intelectual.
Ahora que se celebra el centenario del nacimiento de Octavio Paz y que un tumulto de homenajes se le harán en distintos países del mundo, recuerdo ese día y me vienen a la mente también otros nombres de escritoras famosas que tuvieron relación personal o profesional con el poeta. Elena Poniatowska, por ejemplo, a quien éste le prologó su obra La noche de Tlatelolco y quien algún día dijo que su amistad inició con una mala impresión sobre su obra Libertad bajo palabra, en donde Paz dice que “el sexo de la mujer es el horno en donde se fabrican las hostias”. Otra gran escritora es la renombrada poeta uruguaya Ida Vitale, quien trabajó con Paz en la controversial revista Vuelta y quien recibió merecidamente en 2010 la medalla “Octavio Paz” por su obra como poeta.
La vida personal de Paz está marcada por el escándalo de su divorcio con la escritora poblana Elena Garro y el abandono de ésta y su hija Helena, cuando después de los eventos de 1968 sufrieron persecución y censura. La ruptura ideológica y afectiva entre ellos queda plasmada en la famosa carta que la hija le dirige en 1971 reprobando su postura y su renuncia como Embajador de México en la India, debido a la matanza de Tlatelolco. Irónicamente, Helena muere hoy 30 de marzo, precisamente un día antes de la celebración del centenario del natalicio de su padre, a unos días de haber dicho en una entrevista de prensa que lo perdonaba.
Paz era así, un personaje polémico. Muchos lo amaban, otros lo odiaban, pero ninguno de ellos, creo yo, dejó o dejaría de reconocer su gran talento. Ganó entre otros, dos de los premios más importantes en el mundo de los humanistas, el Premio Cervantes (1981) y el Premio Nobel de Literatura (1990). Amigo de Luis Buñuel, Rodolfo Usigli, Alejo Carpentier, Paz pertenece a una de las generaciones que más ha influido la historia del mundo. Incluso, algunos de sus admiradores dicen que el México de hoy es un poco obra de Paz, porque se hizo a la tarea de repensar al país. Yo no estaría tan segura de eso, e incluso lo siento extremo, pero sí, debo reconocer la gran influencia que ha tenido en las letras y en la manera que muchas personas ven a México a través de su obra.
En mi casa hay un espacio reservado para mis libros de Paz: los irremplazables El laberinto de la soledad (1950) y Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982). Algunos de mis favoritos son el El arco y la lira (1959), libro obligado para estudiantes de poesía en México; otro es Vuelta (1976). En lugar especial tengo algunos de los 13 tomos de sus Obras completas, así como una hoja impresa con su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel y que termina con las siguientes líneas que me hacen pensar en la correspondencia del mundo y la aspirada fraternidad que Paz decía buscar.
Es grande el cielo
Y arriba siembran mundos.
Imperturbable,
Prosigue
En tanta noche
El grillo berbiquí