«Ahí comprendí el valor de la geografía y sus leyes, que no son las mismas que las de las matemáticas o la física. Como en la novela de Valdés, caí en cuenta que estaba perdido en el corazón de la Patagonia«
Por Hans Frex
Para mí, que nací y crecí en el Valle del Elqui jugando con mis amigos a tirarnos piedras y escalando cerros baldíos, el Sur comenzaba al sur de Santiago. Chillán, Parral, Curicó, Cauquenes, esas ciudades me sonaban a campos verdes donde pastaban vacas, me sonaban a frío y lluvias en invierno, a sopaipillas y cazuela. Después de Puerto Montt, venía la cola de Chile, un par de ciudades desperdigadas en la fracción accidentada del mapa que era la Patagonia. Con esa imagen mental partí el viernes después de clases al terminal de buses en Lautaro con Magallanes. Con mi primer sueldo pensaba comprarme un pasaje para viajar el fin de semana siguiente a Puerto Montt; total, serían unas seis o siete horas de trayecto, no más de diez. Lo suficiente para ir el sábado al mall, ese edificio horrendo que arruina la costanera del puerto, a comprarme una chaqueta con la cual sortear el invierno. Tenía deudas, sí, pero podía pagarlas en unos meses. Quedé en shock cuando la vendedora me dijo que el pasaje costaba sesenta mil pesos. ¿Y por qué tanto?, le pregunté. “Porque son veinte horas de viaje hasta Osorno y veintidós hasta Puerto Montt. Las salidas son viernes y miércoles a las 14:30 y la vuelta los lunes y jueves en el mismo horario. Tiene que traer su carnet para cruzar la frontera.”
Baudelaire, vaticinando el camino que seguirían Gauguin y tantos otros, habla en uno de sus poemas de los fundadores de colonias que se exilian en los confines del mundo y deben reírse de quienes se compadecen por su agitada fortuna, cuando ellos son los pocos que conocen la embriaguez del misterio. El escritor oriundo de Cochrane y epígono de Baudelaire, Enrique Valdés, en la pequeña novela Ventana al sur narra el épico viaje que realizó en su infancia junto a su familia hacia Laguna Verde, un pueblo fronterizo de no más de cinco mil habitantes en el norte de la región, pero que entonces no era más que un villorrio compuesto por diez covachas endebles en una de las zonas más desamparadas del planeta. La travesía que emprendió la familia guiada por el padre, un exfuncionario policial alcohólico y ludópata, desde Coyhaique les tomó tres semanas enteras. Invirtieron todo lo que tenían en esa empresa desquiciada, y, en el camino, producto de las apuestas desaforadas, el padre lo perdió todo, todo excepto lo mínimo para llegar a ese lugar deshabitado, sin más futuro que la desesperanza o la locura.
“Muchas gracias, señorita.” La garganta se me apretó. Creo que no pude tragar saliva. Quizá me fui sin decir nada y probablemente me tuve que apoyar en algún muro. Ebrio de misterio, volví como pude a mi casa, en medio del frío vendaval que doblaba los árboles y hacía crujir la techumbre de las casas, a meditar junto al fuego y el mate, sumido en el asombro de mi remilgada ignorancia. Aunque Puerto Montt estaba más cerca de Coyhaique, se llegaba primero a Osorno porque la Carretera Austral nunca había sido terminada y para llegar allí había que cruzar la frontera por Coyhaique Alto, tomar la Ruta 40, y volver a entrar por el Paso Cardenal Samoré, a la altura del Nahuel Huapi. Ahí comprendí el valor de la geografía y sus leyes, que no son las mismas que las de las matemáticas o la física. Como en la novela de Valdés, caí en cuenta que estaba perdido en el corazón de la Patagonia, en el último lugar del mapa, el lugar de las antípodas.
Imagen: El heraldo Austral y CityExpress