Ayer, 26 de abril de 2018, un tribunal en España dictaba sentencia en un caso que ha conmocionado a la sociedad. Se trataba de la violación en grupo de una chica que tuvo lugar hace un par de años tras una noche de juerga en los Sanfermines de Pamplona. Los hechos son más que conocidos a día de hoy: cinco varones, entre ellos un militar y un guardia civil, fornidos, enormes, planearon una emboscada a una chica, sola, borracha, la metieron en un portal cuando volvía a su casa de fiesta y una vez dentro la desnudaron y la violaron, penetrándola en la vagina, la boca y el ano, en turnos, repetidamente y sin su consentimiento. Después, la dejaron tirada en el suelo, desnuda, y le robaron el móvil para que no pudiera comunicarse con nadie. Los hombres grabaron todo esto en vídeo; ya habían comentado por un grupo de whatsapp sus intenciones, luego también comentarían sus “logros” aquella noche, jactándose, vanagloriándose de sus actos.
Son detalles escabrosos, sí. Pero yo hoy vengo a escribir desde la víscera. Porque el crimen por el que han sido hallados culpables ha sido “abuso sexual”, no “agresión sexual”, es decir, porque dicho tribunal (2 hombres, 1 mujer) ha decidido que no observa ni violencia ni intimidación en los hechos ocurridos. Esta sentencia ha hecho saltar por los aires la indignación, el asco, el horror, la incomprensión, la rabia y el dolor de cualquier persona con una mínima sensibilidad en el Estado español y fuera de él que haya conocido la noticia. Porque lo que sí se percibe es la ausencia de justicia real. No ya por la pena que ha recaído en los acusados, no: por la revictimización de la chica, a través de la violencia procesal y la violencia mediática que también ha tenido que sufrir. Porque el cuestionamiento de la víctima sigue siendo el centro en los delitos de naturaleza sexual, que tiene que probar que fue violada. Y aunque ella va a los tribunales, testifica, revive el momento durante meses, lo documenta con pruebas y vídeos incluidos, la “justicia” le informa de que no se dio ni violencia ni intimidación.
Si esto es importante es, por un lado, por el papel que cumple institucional y simbólicamente el poder judicial: esa supuesta neutralidad que se enarbola en un seguimiento de la ley al pie de la letra se ha visto desmontada, una vez más. Y es que los tribunales españoles no son capaces de observar violencia en este caso, pero sí en el caso de rebelión por el que se juzga a políticos en Cataluña, como también han sido capaces de encontrar delitos por enaltecimiento del terrorismo en tweets sobre Carrero Blanco, en obras de teatro de titiriteros, en canciones de rap. Cuando hablamos de daño moral hablamos de eso: un poder desgastado que ya se ha quitado la máscara demasiadas veces (“M. Rajoy” sigue siendo presidente del gobierno, porque quién podría probar que él era el de los papeles de Bárcenas ever) nos vuelve a anunciar que nuestras vidas valen menos. Que te tiene que doler que te viole, pero que el dolor se demuestra con gritos más fuertes, con desgarros en la vagina, con golpes, porque si no, ¿qué violencia van a apreciar los magistrados en tu juicio? Si uno de ellos hasta emite un voto particular para absolver a los acusados, y sólo ve delito en el robo del móvil.
Y al final nuestra «sorpresa». La justicia, ese poder prístino y cristalino que ha de dirimir entre culpables e inocentes desde su posición privilegiada de imparcialidad, está a servicio de los poderes más rancios: el patriarcado, los intereses partidistas, las ruinas del estado franquista. Y es que el cuerpo de la mujer se considera, en esta sentencia, un objeto violable, normalizando esta aberración a través de un relato jurídico que remueve más si cabe por el uso del lenguaje pretendidamente aséptico pero que quizás por eso mismo deviene un auténtico relato de terror. Porque, afirman, no hubo violencia. No hubo intimidación.
Pero en las calles, en las redes, en todos los medios a nuestro alcance, las feministas le seguimos el pulso al Estado patriarcal. Les gritamos que si nos tocan a una, nos tocan a todas. La manada somos nosotras. Y no nos vamos a callar.