Reflexiones sobre el tránsito vital de las personas que migramos
Por Ana Almar Liante IG @aalmar2
Soy una persona con muy mala memoria. Esto tiene su lado positivo y su lado negativo. El positivo es que me olvido enseguida de las cosas malas, o de las cosas tristes, o de las cosas que me enfadan; las que no son muy gordas, claro. Enseguida se me pasan. El negativo es que, a veces, me olvido de partes de mí.
Hoy me he acordado de una parte de mi que había olvidado. He recordado mi segundo año de doctorado, el semestre de primavera, en la clase de la profesora C. Williams. Me la he encontrado en la biblioteca y, de repente, me han venido recuerdos, como flashbacks, de un semestre que no recordaba como ella. Me ha preguntado por mi futuro, por mis planes. Le he dicho que no sabía nada, y me ha contestado: Since I met you, you knew what you were doing. Y he pensado: wow. Gracias.
Y al segundo: ¿soy esa persona todavía?
Estas sensaciones de déjà vu conmigo misma me asaltan cada cierto tiempo, especialmente en los viajes. Soy una persona que, desde los 18 años, vive de viaje. Es decir, soy emigrante, sí; pero por mucho tiempo estuve sin asentarme. Hasta que cumplí los 24 no viví dos años seguidos en un mismo sitio: Granada, Liverpool, Granada, Albuquerque, Granada, Houston y Portland. Portland fue un respiro de dos años para luego seguir saltando: Austin. Granada (mi meca), otro año. Y ya, por fin, Austin. Aquí finalmente me cayó la gravedad encima y me he podido asentar, más o menos, cuatro años seguidos.
“Hay una parte de mí que se ha quedado en cada uno de esos sitios. Y lo bueno, y lo malo, es que, la mayor parte del tiempo, se me olvidan. Los desplazamientos geográficos me alejan de esos recuerdos, y no vuelvo a traerlos a mi mente hasta que paso por un sitio, me cruzo con una persona o pruebo algo que me lleva hasta allí.”
Mis déjà vu tienen que ver con reencuentros de trozos de mí que se quedan en sitios o en personas de otros tiempos, de otros lugares. Una sensación que me viene cuando, en mi Albacete natal, me encuentro con compañeros de clase del colegio, del instituto, o con amigos de mis padres que me recuerdan a mi infancia, con mi hermana, con mis padres. O cuando paseo por Granada, donde estudié la carrera, cuando por un tiempo quería ser intérprete de la ONU, pasaba semestres de fiesta y, aún así, sacaba buenas notas. O en Portland, cuando lo he visitado y me he recordado cruzando el puente de Burnside en autobús, por la noche, empapada por no haber cogido el paraguas al salir de casa, y llegaba a clase con los pantalones chorreando, toda loser yo, mi primer año en una ciudad en la que nunca dejaba de llover y sin haber dominado el arte de empacar para todo el día (creo que realmente nunca lo he terminado de dominar).
Hay algo con esos cortes temporales y geográficos. Algo con dejar las cosas como a medias. No volver a los sitios a los que pensabas que tendrías más oportunidades de regresar hasta que, de repente, un día se te termina la estancia, te subes a un avión y te marchas a miles de kilómetros de allí. Y de repente un día se te olvida que hace años querías irte a vivir a Shanghai para perfeccionar el chino, porque en tu nueva vida estudias matemáticas para empezar un doctorado de literatura española. Que una vez enseñaste a leer y a escribir su nombre a un adolescente, cuando ahora te apresuras a terminar un lesson plan para chavales que se piensan clientes. Se te empieza a olvidar la adrenalina de llegar a la volea corta junto a la red que te ha tirado tu padre, porque ahora levantas pesas sin saber muy bien de cuánto porque todo está en libras.
Hay una parte de mí que se ha quedado en cada uno de esos sitios. Y lo bueno, y lo malo, es que, la mayor parte del tiempo, se me olvidan. Los desplazamientos geográficos me alejan de esos recuerdos, y no vuelvo a traerlos a mi mente hasta que paso por un sitio, me cruzo con una persona o pruebo algo que me lleva hasta allí.
Lo curioso es que cada vez que me pasa, me sorprendo. Será porque tengo muy mala memoria.